Juan José Torres
Trascribo a continuación, la exposición del Sr. Leymarie,
representante de la Sociedad Científica de Estudios Psicológicos de París en el
congreso espiritista internacional de 1888, celebrado en la ciudad de
Barcelona, y que en breves líneas hace un claro retrato de Allan Kardec.
Lo traigo aquí, no por que contenga datos desconocidos, sino
por el aporte emocional que tienen las palabras de alguien que lo conoció
personalmente, y que así hablaba de él:
Queridos hermanos: Nada tan oportuno para mí ahora, como
deciros brevemente quién fue Allan Kardec, cuál su vida y cómo se deben
caracterizar sus obras.
Allan Kardec era hijo de un magistrado de Lyon, hombre muy inteligente,
que quiso hacer de su hijo un erudito, pero práctico, capaz de afrontar todas
las vicisitudes de la vida.
Por esto colocó a su hijo, que se nombraba vulgarmente
Hipólito Denizart, junto al célebre profesor Pestalozzi, en Iverdun (Suiza),
que cambió completamente el sistema de educación de la juventud, hace cerca de
80 años. Hipólito fue uno de sus mejores discípulos, hasta el punto de que
cuando el maestro se ausentaba, él lo suplía.
Hacia 1830, el futuro fundador del Espiritismo se trasladó a
París, creando un colegio del sistema Pestalozzi y contrayendo matrimonio con
M. Boudet, señorita instruida, prudente y económica, que le aportó una regular
fortuna.
Abandonó a poco la enseñanza para dedicarse a la publicación
de diferentes obras, entre otras, gramáticas, aritméticas, diccionarios, etc.,
que han tenido gran boga desde 1845 a 1860. En este tiempo, además de sus
títulos de Bachiller en Ciencias y en Letras, había estudiado la medicina, el
magnetismo, y poseía el alemán, el inglés y el italiano. Estaba reputado como
uno de los más eminentes profesores franceses, y había obtenido premios en cien
certámenes.
Por entonces, desde 1850, varios hombres eminentes de París,
y entre ellos el académico Taillantier, los publicistas Sardou padre e hijo, el
sabio filósofo holandés Tiedeman-Marthez, Didier el editor de la Academia,
etc., se ocupaban de los fenómenos del Espiritualismo moderno, importado de
América. Durante cinco años y merced a toda forma de mediumnidad, habían
obtenido millares de comunicaciones de almas que se decían de personas muertas,
y de ellas había obtenido la evidencia en la inmortalidad del alma y su poder
de comunicar con los vivientes después de la muerte.
No logrando sistematizar ni ordenar las comunicaciones
recibidas, acordaron encargar este trabajo al sabio profesor Denizart, cuyo espíritu
sintético era conocido. Allan Kardec empezó por preguntarse qué aberración
podría obligar a tales sabios a prestar fe a las declaraciones de los muertos,
y en la duda, puramente científica, quiso darse cuenta del fenómeno.
Admirado de los hechos que se le ofrecieron bien pronto,
hallando en aquellas comunicaciones una filosofía sublime, un mundo nuevo para
las inteligencias, de acuerdo con la ciencia y con el sentido común, se decidió
a realizar el enorme trabajo de clasificar metódicamente todas las
comunicaciones, según un mismo orden de ideas.
Halló algunas soluciones de continuidad entre los diversos capítulos;
para llenarlas, formuló preguntas precisas y claras que, sometidas a las
inteligencias de ultratumba del grupo establecido entonces en la calle de los
Mártires (París), fueron inmediata y satisfactoriamente contestadas. Y con unos
y otros trabajos reunidos, se publicó en 1857 el Libro de los Espíritus bajo la
dirección de Allan Kardec, sin lo cual hubiera sido imposible su organización.
Se había, entretanto constituido una Sociedad que, una vez conocido
el éxito asombroso del primer volumen publicado, nombró presidente por
unanimidad a Allan Kardec. Desde entonces dirigió sus estudios y experimentos
con energía y prudencia maravillosas.
Recogió nuevos elementos, los clasificó, se dedicó a un
trabajo constante desde las cinco de la mañana hasta la media noche, y en 1858
editó la segunda edición del Libro de los Espíritus y fundó la Revue Spirite.
Hoy aquel libro se encuentra en la edición trigésima cuarta y ha sido traducido
a una docena de idiomas.
En 1860 Allan Kardec publicó el Libro de los Médiums y seguidamente
El Evangelio según el Espiritismo, El Cielo y el Infierno, y por último El
Génesis, obra preciosa, donde recopiló cuanto entonces se conocía de la
doctrina nueva.
La prensa ridiculizaba a Allan Kardec; Roma le excomulgaba, condenando
la comunicación y anatematizando la teoría de la reencarnación de los muertos,
ordenando a sus negros ejércitos que les combatieran abiertamente, pues que el
Espiritismo, no reconociendo un Dios celoso y vengativo ni el milagro posible,
minaba los fundamentos de la infalibilidad papal y de los dogmas católicos: sin
embargo, nada pudo amedrentarle.
Estableció así los fundamentos del Espiritismo: el libre
arbitrio de las almas; el sufrimiento a que por leyes naturales las conducen
sus malas acciones, mientras las buenas satisfacen sus aspiraciones innatas; lo
lógico del progreso, por esa razón indefinido; la eternidad de la materia y de
la creación; la serie de existencias que el hombre ha necesitado para alcanzar su
actual estado de relativa perfección, y la serie que le resta para obtener no
más que lo que ya hoy vislumbra en su pensamiento; la solidaridad que enlaza
todos los eslabones de esa cadena infinita y sucesiva, de la vida al instinto,
del instinto a la inteligencia, de la inteligencia a la razón pura; la
inanidad, en una palabra, del Cielo, del Infierno y de los pequeños dioses de
todas las religiones positivas. Lo único cierto es, que el hombre vale según
sus obras; que la Verdad y el Amor son los únicos sentidos por donde se alcanza
la dicha verdadera y suprema.
Debe, pues, Allan Kardec ser venerado por todos los
Espíritas, porque de cada hombre ha hecho un investigador de la Verdad, un ser
libre y verdaderamente responsable, que tiene ante sí vidas y tiempo
innumerables que consagrar a su progreso, así como pluralidad de mundos desde
donde elevarse al conocimiento del infinito.
Hoy ya miles de sabios eminentes han estudiado y aceptado
las conclusiones del Maestro, que decía: «Las bases del Espiritismo son inquebrantables;
las consecuencias se modificarán según el progreso intelectual y moral de sus
adeptos.»
¡Cuánto notable experimento realizado por los Hare, los
Zöllner los Butleroff, Varley, Vallace, Crookes y tantos otros! Sabios materialistas
los más, interrogaron al Espiritismo para combatirle y hallaron en sus balanzas
la prueba de la existencia de los Espíritus y su acción sobre la material. Y
todo lo deben al hombre ilustre, amigo de reyes y de obreros, el buen
consejero, el que primeramente les hizo fijar en las verdades nuevas.
Allan Kardec murió el 30 de Marzo de 1869. Amémosle, respetémosle,
así como a su dignísima compañera, y esperemos ver pronto coronada por el éxito
la gran obra que nos ha confiado.
De esta exposición, me gustaría destacar dos cosas:
Todos, cuando hablamos de Kardec, como de otras grandes
personalidades de la historia, destacamos en primer lugar que eran espíritus
elevados, y no me cabe la menor duda de que esto es así, pero también es
cierto, que por más elevadas que fueran, nada hubieran hecho sin trabajo, y
encontramos al codificador, en palabras de alguien muy cercano a él, trabajando
desde las 5 de la mañana hasta la media noche, lo que sin lugar a dudas hace
más grande y humana su obra.
Por otro lado, me parece muy oportuna la reflexión: “[…] porque
de cada hombre ha hecho un investigador de la Verdad, un ser libre y
verdaderamente responsable[…] y me parece muy oportuna, porque expresa
claramente la labor del espiritismo, que no es otra que el ofrecernos las
herramientas para nuestro crecimiento y trabajo, despojándonos de las muletas
que acarreamos y que nos llevan a necesitar rituales, dogmas, guías, gurús, salvadores…
De esta forma, aunque respetamos profundamente todas estas expresiones,
comprendemos que el proceso de crecimiento es individual y evolutivo, siendo
nosotros mismos los que realizamos nuestro crecimiento por medio del trabajo,
la práctica del bien y el estudio consciente.
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